(Alejandro Llano. Conferencia pronunciada el 14‑XI‑92 en el IESE, Madrid).
El tema del que vamos hablar lo compartimos todos de un modo muy profundo: todos queremos ser felices. Decía Nietzsche que no es verdad que todos queramos ser felices, que eso sólo lo quieren los ingleses. Ya se sabe que Nietzsche era ligeramente exagerado. Pero es cierto que la palabra "felicidad" está demasiado gastada. Es como una moneda que, a fuerza de circular por libros, revistas, películas y seriales televisivos, ha perdido su cuño y ha quedado reducida a un trozo de metal inidentificable.
Por eso he preferido utilizar la expresión "La vida lograda". ¿Quién no quiere mirar a su vida y decir "es algo logrado"? Todos queremos vivir una vida plenaria, entera... lograda. Eso está claro. Y también lo está que no todos lo consiguen. Hay personas felices y personas desgraciadas. Hay gente que "logra" su vida y gente que la pierde, que fracasa en ella. No que fracasa en éste o en aquel aspecto, sino que fracasa como persona. Lo cual ya nos revela algo sumamente sorprendente, y es que podemos realizarnos a nosotros mismos y podemos fracasar como mujeres o como hombres. Es algo que no le sucede a ninguna otra cosa. Este trozo de papel no puede ser ni más ni menos de lo que es, de lo que está destinado a ser. No corre ningún riesgo existencial. Nosotros sí.
La vida humana está cruzada por la incertidumbre y el riesgo. Somos seres frágiles: "una caña que piensa", decía Pascal. Y no es que el pensar sea una garantía: "Il Pensiero mi fa male: il mi uccidirá" ‑decía Leopardi‑. Podemos ganarnos o podemos perdernos. "Nos la jugamos", no sólo al conducir, al fumar, o al hacer parapente o ala‑delta. Nos la jugamos en lo que somos de más íntimo y nuclear.
Hay gente que parece que ha nacido para ser feliz, para lograr su vida. La palabra griega que hemos traducido por "felicidad" es eudaimonía, que significa estar poseído por un daimon bueno, por un genio favorable. Quizá podríamos traducir esta palabra por "bienaventuranza" o "ventura": buena ventura. Hay personas que parecen estar en "estado de gracia" ‑y no sólo cien días, como dicen que estará Clinton‑.
¿Es que lograr la vida, ser feliz, depende de la fortuna, de la suerte? "Hay algunos que nacen con estrella y otros nacen estrellados", dice la sabiduría popular. Y, sin embargo, es difícil detectar rasgos externos o psicológicos que identifiquen a las personas felices. Y, además, nos repugna la idea de que las cosas sean así: que algo tan serio como el logro de la vida dependa del azar.
Hay una voz profunda que nos dice que la vida lograda nos la hemos de ganar nosotros mismos. "Yo sólo busco tu felicidad" ‑nos decían nuestros padres‑. Y eso estaba muy bien, pero el caso era que la queríamos buscar nosotros mismos. Una felicidad impuesta es algo que nos repugna. Una felicidad que nosotros no nos hayamos procurado de algún modo, no es que nos fascine.
Aunque vayamos despacio, ya hemos conseguido dar unos cuantos pasos importantes para determinar qué es eso de vida lograda: 1) Es algo que abraza toda nuestra vida, no sólo algunos de sus aspectos; 2) por lo tanto, es algo que tiene que ver con nuestro más íntimo ser como personas; 3) es algo que activa y libremente nos hemos de procurar.
Esto se puede decir de una vez así: la felicidad es nuestro fin en la vida, es nuestra meta, la finalidad que tenemos como hombres o mujeres. Es la vida buena.
Pero ¿cómo encontrarla? Si yo tuviera una respuesta fácil, no estaría aquí, sino en El Corte Inglés o en Vips, firmando libros sobre "Cómo llegar a ser feliz en tres meses" ‑tipo Dale Carnegie‑. Yo creo que tengo una respuesta, y por eso estoy aquí; y estoy aquí porque la respuesta que tengo no es fácil ni de transmitir ni de realizar.
Aquí y ahora, la respuesta más fácil apunta hacia el dinero. Y ésta no es una contestación trivial. Porque el dinero tiene algo de "trascendental": el que lleva en el bolsillo unos cuantos billetes azules, lleva algo que se puede transformar (casi) en cualquier cosa. Dicen que un hombre sin dinero es un “bulto” sospechoso. ¿Por qué todos sabemos que el dinero no da, sin más, la felicidad? No sólo por experiencia, sino porque intuimos que el dinero es un medio, cuyo valor depende de aquello por lo que se cambie. Es cierto que sin nada de dinero es difícil ser feliz; pero también es cierto que las posibilidades de ser infeliz crecen a medida que crecen los ceros de las cuentas corrientes. Supongo que ustedes estudiarán aquí las mil y una maneras de no perder dinero. 0 sea, que el dinero se puede perder: no sólo porque se lo pueden quitar a uno, sino sobre todo porque se puede malgastar o malguardar. "Saber gastar" o "guardar" el dinero depende de qué finalidades tenga uno en la vida. De manera que no encontramos en él la respuesta que buscábamos.
Más tentadora es la posibilidad del Poder. ¡Que levante la mano el que no le guste mandar! Ningún pensador serio ha defendido que la felicidad esté en el dinero, pero no pocos han mantenido que se encontraba en el poder. Siglos antes que Nietzsche lo sostuvieron Gorgias, Polo, Calicles y Trasímaco, en el diálogo platónico Gorgias y en el primer libro de la República. Indignado con Sócrates, Calicles le pregunta: ¿acaso no es feliz el tirano de Macedonia? y Sócrates dice: "depende" ‑depende de su modo de vida, de aquello que pretenda hacer con el poder‑. El poder también es instrumental o "medial". Puede usarse bien o puede usarse mal. No hay nada más temible que un imbécil con poder: porque puede hacer mucho daño: a los demás y a sí mismo.
Más seguro que el poder es el placer: ¡que me quiten lo bailao!" . Ciertamente, la vida lograda tiene una más intima relación con el placer que con el dinero o el poder. Lo malo del placer es que dura poco y no sacia. El placer está íntimamente relacionado con el dolor: para descansar, hay que cansarse; para disfrutar de ese fabuloso refresco, hay que tener sed; no podemos comer un número ilimitado de cigalas, que por lo demás son fatales para el colesterol. Y, además, nadie puede evitar el dolor: el dolor físico, el dolor moral, el dolor por otros. Todos sabemos que no se puede vivir una vida buena si no se sabe qué hacer con el dolor. Hay que integrar el dolor en la vida lograda: la felicidad no sólo depende de conseguir placer; también depende de saber integrar el dolor.
Aparece, en cuarto lugar, otro candidato aún más interesante para ocupar el lugar de la felicidad: el éxito, el reconocimiento, el prestigio, la gloria. El dinero es vulgar, el placer es burdo, el poder puro es odioso... Pero ¿y si tenemos ese otro tipo de preeminencia que implica la aceptación, el reconocimiento libre, la voluntaria alabanza de muchos? No hay que insistir en las excelencias del éxito, porque a todos nos gusta; como dicen los americanos, nada tiene más éxito que el éxito. Lo malo del prestigio, la gloria o el triunfo es que sólo en una pequeña parte depende de nosotros. Con lo cual resulta que dedicarse a buscarlo le convierte a uno en un pobre desgraciado: tiene que empeñarse en caer bien, agradar a otros, adular..., cosas todas ellas francamente desagradables. Como dice el Profesor Polo, "todo triunfo es prematuro". Y Oscar Wilde: "sólo hay algo peor que pretender lograr una cosa con todas las fuerzas y no conseguirla; que es, precisamente, conseguirla".
La descalificación del éxito reconocido como candidato a ocupar el puesto de la felicidad, nos da otro aspecto positivo de la vida lograda: la autarquía. La felicidad no ha de depender de cosas externas a nosotros mismos. La felicidad tiene, de algún modo, que estar en nuestra mano: es un auto‑poder. Tiene que ser una actividad o un conjunto de actividades que sean, en alguna medida, libres, de las que podamos disponer aún en circunstancias externas ‑incluso físicas‑ desfavorables.
Por todo lo que sabemos, se tiene que tratar de actividades propias del hombre, que abracen toda nuestra vida y expresen nuestro ser más íntimo. Actividades en las que nosotros mismos nos "realicemos" y de las que dependa nuestro estilo de vida, nuestra "calidad de vida".
Y ahora sí que las posibilidades se estrechan: sólo tenemos dos: el conocer y el querer. Al hilo de ambas habrá de discurrir la respuesta acerca de dónde se halla la felicidad. La felicidad consiste en conocer y querer. Pero ya advertimos que no de cualquier modo.
Conocer nos proporciona satisfacciones incomparables con el placer físico. ¿Quién no se ha sentido como plenificado, como iluminado por dentro, cuando ha llegado a saber algo que desconocía? Cuando ha dicho: “¡ajá, ya lo tengo!”. ¿Qué pretende el que se embarca en una empresa? Dinero, poder, placer..., desde luego. Pero, sobre todo, saber. Así lo ha puesto de manifiesto George Cilder en ese excelente libro titulado "Riqueza y pobreza". Pero hay otros conocimientos más sencillos, que están al alcance de todos: la lectura de un buen libro, la contemplación de un paisaje otoñal, un paseo por la calle de Serrano, la tertulia entre amigos, la sobremesa familiar... Todo eso que Edmund Burke llamaba "la no comprada gracia de vida". Conocer es un fin en sí mismo: "se ve y se ha visto" ‑decía Aristóteles‑. Cultivar la propia mente es cultivar la propia vida. La cultura ‑el cuidado, el cultivo del espíritu‑ es una fuente de felicidad. Está en nuestra mano, nadie nos la puede quitar, nos consuela en el dolor... "Las humanidades son aquellos conocimientos que nos consuelan del poco dinero que ganamos con ellas". He aquí un conjunto de fines. Pero ¿constituyen el fin? ¿proporcionan la felicidad en esta vida? La respuesta ha de ser negativa, porque el conocimiento no nos da el estilo de vida, la dirección de nuestra vida, en la que precisamente "nos la jugamos".
La clave última no está en el conocer, sino en el querer, en el amor. "Amor meus pondus meum", decía San Agustín. Mí amor es mi peso, lo que da una dirección a mi vida, lo que la logra, lo que la plenifica.
Pero no hay palabra más tergiversada ‑prostituida, incluso‑ que la palabra "amor". Sin entrar en sus patologías, tendremos que distinguir entre dos tipos de amor: el deseo y la efusividad. El deseo atrae las cosas hacia nosotros mismos. La efusivídad nos lanza hacia fuera. Y resulta que la única manera de encontrarnos a nosotros mismos es saliendo de nosotros mismos: "Las puertas del espíritu se abren hacia fuera" (Kíerkegaard). Para ganarse, hay que darse: "Moneda que está en la mano quizá la puedas guardar. La monedita del alma se pierde si no se da" (Machado).
Pero no nos pongamos "líricos" y sigamos con rigor nuestro análisis. Si hay una cosa clara, es que nadie puede ser feliz solo. En realidad, "sólo hay una desgracia: estar solo". Dicho de una manera positiva: la felicidad consiste en la amistad. Por eso dice Aristóteles que "la amistad es lo más necesario de la vida". Se puede vivir sin casi todo, pero no sin amigos. "Lo que podemos hacer a través de nuestros amigos, es como si lo pudiéramos hacer nosotros mismos".
El amigo es "otro yo". A través de él mi libertad se entrelaza con otras libertades. Adquiere una resonancia dialógica. Ya no se oye sólo mi propia voz o su eco mecánico. Otras vidas, otras voces, llenan mi vida. Con‑vivo: vivo la vida de los demás y ellos, viven la mía: "Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta vivir en los pronombres!" (Pedro Salinas). ¡Qué extraordinaria experiencia la de desvivirse! "¡Qué dicha da vivir sintiéndose vivido!".
Pero vivir la amistad no es fácil. Requiere el ejercicio de todas las virtudes. Y eso nos lleva a recuperar otro concepto clave para el saber acerca de la vida lograda: la virtud.
Como ha mostrado Macintyre, hemos perdido el significado de virtud. La virtud no es el cumplimiento del deber o la observancia de las reglas. No es la pacata mojigatería del puritano. Nuestro concepto de moral es el disminuido de la moral victoriana. Y tendríamos que redescubrir la tremenda fuerza de la ética clásica y cristiana. “Areté”, que es la palabra griega para designar "virtud", significa en realidad nobleza, excelencia, florecimiento de la vida. De acuerdo con su etimología latina, virtud ‑vis‑ es fuerza, energía vital, potenciación de la propia vida.
La virtud es la única forma de ganar la propia vida. Es el único modo de "no perder el tiempo". El tiempo vivido se remansa en esos hábitos que son las virtudes. Los hábitos no son "rutinas". Son modos de crecer en la propia manera de ser. El único crecimiento auténticamente humano es la virtud. Practicar la virtud es avanzar hacía sí mismo, crecer, plenificarse. La virtud es una especie de memoria existencial, de feed‑back vital, de aprendizaje positivo.
Ser virtuoso es ser más (contrapuesto a tener más). El que obra bien, de acuerdo con su naturaleza, se quiere bien a sí mismo, que es requisito para querer a los demás. En cambio, el que se porta mal, se hace daño a sí mismo. ¡No hago daño a nadie! Te haces daño a ti mismo. Hieres tu propia dignidad. Te auto‑destruyes. Te haces trizas. La práctica de la virtud crea un tipo de vida armonioso y estable, con satisfacciones de más alto nivel. El hombre virtuoso es, en cierto modo, invulnerable. Y por eso es buen amigo. Es capaz de tener muchos y buenos amigos porque tiene un alma grande.
La amistad viene a ser como el resumen y resultado de todas las virtudes. Constituye el fundamento de toda la vida social: "homo homini amicus". "La amistad es para quien la trabaja". Y el único modo de "trabajar la amistad" es la práctica de la virtud. ¿Cómo se aprende a practicar la virtud? Ejercitándola. "Para saber lo que hemos de hacer, hemos de hacer lo que queremos saber".
La virtud nos enseña a querer, nos educa en el amor. "Al hombre bueno le parece bueno lo que es bueno". Al hombre vicioso le "parece" bueno lo que es quizá malo.
Sufrimos una especie de "espontaneísmo" o “emotivismo" ético, una especie de ingenuo sentimentalismo, que nos lleva a pensar que es bueno lo que nos parece bueno, lo que nos gusta. Sin darnos cuenta de que no hay "sabiduría" ética sin educación, y no hay educación sin comunidad. Y, a su vez, la comunidad básica en la que podemos aprender la virtud es la familia.
Nadie puede ser feliz sin una familia. Y esto nos lleva hacia otro horizonte de la amistad, que es el definitivo. La familia es el ámbito de lo insustituible. Allí donde cada uno es querido por ser precisamente él, en sí mismo.
Llegamos así a otro tipo de amor, que es aquél que no puede ser compartido con varios: es el amor esponsal, entre marido y mujer, entre esposos, que se prolonga "naturalmente" en su fruto, que son los hijos. Este amor es intocable. Porque tiene algo de sagrado. De ahí la íntima relación entre la religión, la familia, el matrimonio y la transmisión de la vida. De ahí la insuficiencia de la moral puramente natural y la inviabilidad de lo que hoy se llama “moral civil”.
Es en este ámbito donde la persona, por fin, descansa. Descubre el sentido vocacional de su vida: la vida como misión. Descubre también el sentido vocacional del trabajo. Se da cuenta de que todas estas circunstancias de la vida ordinaria son oportunidades para descubrir los reflejos divinos que brillan en la propia existencia (Beato Josemaría). Si por el trabajo descuidamos la familia, hemos hecho el peor negocio de nuestra vida.
Todo esto me lleva a una última idea: a una especie de slogan, en el que se puede resumir todo lo dicho hasta ahora: la felicidad es la fidelidad. Sólo se puede ser feliz siendo fiel a uno mismo, siendo constante en el amor. Esto nos introduce en otro ámbito de valores: los valores cualitativos, compartibles o compatibles. Nos lleva a entender la vida como un servicio. Nos introduce en el ámbito del cuidado (epiméleia) y del respeto (aidós).
Todo lo cual nos lleva al borde del misterio de la vida humana: ante una serie de cosas que no cabe decir, sino mostrar. Por eso el mejor libro de ética es la vida de un hombre bueno. Hay que vivir como vive un hombre bueno. Y, como cristiano, yo sé que el único hombre verdaderamente bueno ha sido ‑es‑ Jesús de Nazaret. Si me permitís esta última e íntima confesión, yo me considero un hombre feliz, no porque sea bueno o virtuoso, sino porque tengo la inmensa gracia, la gran fortuna, de saber que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida: es la clave de una vida lograda.